Capitulo Uno

Capítulo 1 – El Eco del Viento del Norte

El viento que barría los llanos cubiertos de pinos del norte de Minnesota llevaba más que el aroma de abeto y agua de lago. Transportaba un recuerdo, una vibración baja y zumbante que parecía permanecer en el propio aire, como si la atmósfera esperara a que se pulsara un acorde.

Vikingo estaba de pie sobre el concreto agrietado de su modesto loft, un espacio medio lleno de amplificadores vintage, discos de vinilo maltrechos y una única Stratocaster gastada que había viajado más lejos que los pasaportes de la mayoría de la gente. Tenía cuarenta y seis años, los hombros tan anchos que recordaban a un portador de escudo vikingo, y una musculatura templada por años de giras, cargando equipo y actuaciones improvisadas en la calle que dejaban al público sin aliento. El sol se filtraba por las ventanas sucias, atrapando los destellos dorados que ahora corrían por su cabello, antes castaño, recuerdo de innumerables puestas de sol en tierras lejanas.

Pasó un dedo por el mástil de la guitarra, sintiendo las muescas familiares del diapasón. En su mente, el instrumento cantaba una voz híbrida: el ritmo relajado de JJ Cale, el aullido psicodélico de Jimi Hendrix y la fraseología afilada de Jeff Beck. Pero había algo más, una capa tenue de retardo y fase que convertía cada nota en una ondulación, un eco que parecía extenderse más allá de la habitación, alcanzando el pasado distante de los fiordos de sus ancestros y el futuro de la era digital.

Alzó la púa, cerró los ojos y dejó que la primera frase brotara. Las notas caían como copos de nieve sobre un lago congelado, para luego derretirse en una bruma cálida y húmeda al pasar por los tubos del amplificador. El sonido resultaba íntimo y expansivo a la vez, una paradoja que reflejaba su propia vida: un espíritu vikingo anclado en el frío del norte, pero eternamente persiguiendo el calor de horizontes lejanos.

Un suave timbre de su móvil lo devolvió al presente. Un mensaje de su viejo compañero, Bill Tyler, brillaba en la pantalla:

“Tengo un concierto en Cozumel la próxima semana. Necesito un sonido fresco para el club ‘Vulva’. ¿Te apuntas?”

Junto al texto, una foto mostraba una costa turquesa, palmeras balanceándose bajo un cielo teñido de atardecer. La invitación se sentía como un llamado, una oportunidad para probar su nuevo eco‑fase ambiental ante una audiencia que vivía para la noche.

Dos días después, Vikingo se encontraba a bordo de una pequeña lancha que cortaba el Mar Caribe. El agua era de un azul zafiro profundo, el horizonte una línea sin fisuras donde el cielo besaba al mar. El motor de la embarcación emitía un zumbido bajo, un ritmo constante que le recordaba a una línea de bajo. Cuando la lancha se acercó a la isla de Cozumel, un repentino alboroto rompió la monotonía.

Dos figuras corrían hacia el muelle, sus siluetas recortadas contra la luz menguante. Una era alta, con una cascada de rizos negros y ojos que chispeaban como ámbar. La otra se movía con una gracia fluida, su piel bronceada por el sol eterno, un tatuaje de jaguar serpenteando alrededor del antebrazo. Ambas vestían ropa ceñida y brillante que atrapaba los últimos rayos del sol, convirtiéndolas en reflejos vivientes.

“¡Ayúdame!” gritó la mujer más alta en un español rápido, la voz cargada de pánico. “¡Los ilegales están detrás de nosotras!”

Los instintos de Vikingo se activaron. Saltó de la lancha, sus botas golpeando el tablón de madera del muelle. Las dos mujeres —María y Sofía, como pronto descubriría— huían de un grupo de hombres que traficaban personas a través de la península de Yucatán. Sus rostros mostraban una mezcla de temor y férrea determinación.

“Vamos,” dijo Vikingo, su voz grave pero firme, cambiando sin esfuerzo al español. “Por aquí.”

Las condujo por un estrecho callejón detrás del muelle, las sombras engullendo sus pasos apresurados. El callejón desembocó en un patio tranquilo donde una sola palma se mecían perezosamente. Los gritos de los hombres se desvanecieron en la distancia, sustituidos por el lejano rumor de una canción reggae que se escapaba de un bar cercano.

“Ya estás a salvo,” susurró Sofía, su aliento caliente contra su oído. Le entregó una pequeña llave reluciente. “Esto es para el club. Te debemos una.”

María sonrió, mostrando unos dientes que revelaban una confianza mayor que su edad. “No somos solo… somos modelos. Trabajamos de noche, pero también pintamos, escribimos, soñamos. Necesitamos una banda sonora que coincida con eso.”

Vikingo miró su guitarra, todavía colgada del hombro. El instrumento latía con anticipación, como si percibiera la convergencia de mundos: sus raíces del norte, el calor tropical y la energía eléctrica de dos mujeres cuyas vidas estaban tan estratificadas como la suya.

Esa noche, bajo un cielo sembrado de estrellas, instaló su amplificador en la tenue sala trasera del club “Vulva”. El ambiente olía a incienso, tequila barato y la salinidad del mar. La propietaria del club, una impactante actriz‑modelo colombiana llamada Camila, lo observaba con mirada aguda. Era conocida por convertir el local en un santuario para artistas marginales, un espacio donde la sensualidad y la creatividad se entrelazaban.

Vikingo conectó la guitarra, ajustó los perillas y dejó que las primeras notas se deslizaran. El público—bohemios, turistas, locales—sentía el sonido como una ola que los envolvía, una mezcla de crudo blues y eco etéreo. La fase retardada generaba un velo brillante que parecía envolver la sala en una neblina onírica.

Camila dio un paso al frente, su silueta iluminada por un único foco rojo. “Tienes el sonido que buscábamos,” murmuró, su voz grave y seductora. “Ahora veamos si puedes seguir el ritmo de esta isla.”

A medida que la noche avanzaba, la música se hacía más fuerte, los ritmos más rápidos, y los cuerpos en el club comenzaron a moverse al compás de los acordes resonantes. En un rincón, María y Sofía intercambiaron miradas, sus ojos brillando con una mezcla de alivio y entusiasmo. Habían escapado del peligro, encontrado refugio y ahora estaban al borde de algo mayor: una colaboración que podría fusionar su arte visual, sus historias y la guitarra hipnótica de Vikingo en una experiencia única e intoxicante.

Cuando el último acorde se desvaneció y las luces se atenuaron, Vikingo sintió una extraña sensación, como si el eco de su música se hubiera incrustado en las paredes del club, esperando ser liberado nuevamente. Miró a su alrededor: caras iluminadas por la tenue luz de las velas, piel sudorosa, ojos que parecían formular preguntas sin palabras.

Una cosa quedó clara: ese era sólo el comienzo de un viaje que lo llevaría mucho más allá de los fríos lagos de Minnesota, a selvas, cenotes y los rincones ocultos de Internet donde un portal seguro en Islandia aguardaba su próximo lanzamiento.

Guardó la guitarra en su estuche, sintiendo el peso del destino asentarse sobre sus hombros. El viento del norte aún susurraba en sus oídos, pero ahora traía consigo un nuevo aroma—sal, mango y la promesa de una odisea que resonará en cada cañón de su alma.

Fin del Capítulo 1.